El sol y el acero by Yukio Mishima

El sol y el acero by Yukio Mishima

autor:Yukio Mishima [Mishima, Yukio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ensayo, Filosofía
editor: ePubLibre
publicado: 1967-12-31T16:00:00+00:00


Epílogo – F104

Ante mis ojos, lentamente, apareció una serpiente gigante enroscada alrededor de la tierra; una serpiente que vencía todas las polaridades tragándose la cola sin cesar; la definitiva, enorme serpiente que se burla de todos los contrarios.

Llevados a sus extremos, los contrarios se parecen entre sí; y cosas que están muy alejadas unas de las otras, al aumentar la distancia que las separa, se acercan. Este era el secreto que exponía el círculo de la serpiente. La carne y el espíritu, lo sensual y lo intelectual, lo exterior y lo interior, se apartarán un paso de la tierra y, allá en lo alto, más arriba aún de donde se junta el anillo de nubes blancas que rodea la tierra, también ellos se juntarán.

Soy de los que siempre se han interesado únicamente por los linderos del cuerpo y del espíritu, las regiones periféricas del cuerpo y las regiones periféricas del espíritu. Las profundidades no me interesan en lo más mínimo; las dejo para otros, pues son someras, triviales.

¿Qué hay, pues, en la linde exterior? Nada, quizá, salvo unas pocas cintas que penden en el vacío.

En tierra, el hombre está sometido a la gravedad, encerrado su cuerpo en músculos pesados; suda; corre; golpea; salta incluso, no sin dificultad. A veces, sin embargo, he visto claramente, en la oscuridad de la fatiga, los primeros atisbos de color que anuncian lo que he llamado el amanecer de la carne.

En tierra, el hombre se agota en aventuras intelectuales como si buscara alzar el vuelo y volar hacia el infinito. Inmóvil ante su escritorio, se va acercando cada vez más a los confines del espíritu, en constante peligro mortal de caer al abismo. En tales ocasiones —aunque muy raramente— también el espíritu vislumbra la alborada.

Pero cuerpo y espíritu nunca se habían mezclado. Nunca habían llegado a parecerse el uno al otro. Nunca había descubierto yo en la acción física nada parecido a la helada, aterradora satisfacción que procura la aventura intelectual. Como tampoco había experimentado jamás en la aventura intelectual el calor desinteresado, la cálida oscuridad de la acción física.

En algún lugar, ambos tenían que estar relacionados. Pero ¿dónde?

En algún lugar ha de existir un reino intermedio, un reino similar a ese reino último donde el movimiento deviene reposo, y el reposo, movimiento.

Supongamos que me golpeo con fuerza. Al hacerlo, pierdo cierta cantidad de sangre intelectual. Supongamos que me permito, siquiera brevemente, pensar antes de golpear. En ese momento, mi golpe está condenado al fracaso.

En algún lugar, me decía a mí mismo, ha de existir un principio superior que consiga unirlos a los dos y reconciliarlos.

Ese principio, concluí, era la muerte.

Y sin embargo, mi idea de la muerte era demasiado mística; estaba olvidando el aspecto ordinario, físico, de la muerte.

La tierra está circundada de muerte. Las regiones superiores, en donde no hay aire, están pobladas de muerte pura y sin mezcla; muerte que mira a la humanidad, allá abajo, ocupada en sus cosas y atada a la tierra por sus condiciones físicas, pero muy raramente



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